Se me había olvidado cómo huele una
rosa.
Me estaba acostumbrando a husmear en
las piedras
y a respirar el hielo de un silencio
marchito
mientras me alimentaba con los huesos
minúsculos
de la insignificancia.
Se me había olvidado la luz de los
deseos,
el latido del sol,
sentir bajo los pies la tierra de septiembre
y agarrarme al impulso que ofrece la
ternura.
No supe despedirme de la herida,
dejé que se infectara en el desierto
esperando curarla con ungüentos ficticios.
Me estaba acostumbrando a no
empaparme
de una lluvia de viernes
y a no subirme al tren del renacer.
Se me había olvidado el sabor a
dulzura
de una página en blanco.
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